viernes, 23 de enero de 2015

La infertilidad en la literatura (I)

Hoy quiero compartir con vosotras un extracto de “Un viejo que leía novelas de amor” (de Luis Sepúlveda), una novela que me acabo de leer y que me ha encantado.

Llevaba años encontrándome con este libro, sintiéndome atraída por su cubierta (llena de animales salvajes de gran colorido) y pensando de qué trataría, pero evitándolo por el hecho de que el autor fuera hispanoamericano (tuve que estudiar literatura hispanoamericana en una etapa de mi vida y le cogí tirria al tema). Sin embargo, hace unos días, un conocido me habló maravillas del libro y me lo prestó, y yo ya no he encontrado excusa alguna para no leérmelo.

Y como os he dicho, me ha encantado porque es de estos libros que te hacen pensar. Además, es un libro muy emocionante, ya que trata de resolver un crimen y de dar caza al “criminal”, y está escrito con mucho humor y ternura.

El tema de la novela poco tiene que ver con la infertilidad, la verdad, sino más bien con el respeto por la naturaleza, por los animales y por los pueblos indígenas de la Amazonia, pero sí hay un capítulo (el que os dejo a continuación), que cuenta las penalidades del protagonista y de su mujer, que son incapaces de ser padres.

En circunstancias normales, cuando leo historias similares de parejas que llevan tiempo intentando tener hijos sin éxito, me siento identificada con ellos y no puedo evitar entristecerme. Sin embargo, leyendo este capítulo, y aunque también me entristece y enfurece cómo las otras mujeres del pueblo despellejan a la mujer con sus comentarios, no he podido evitar reírme a carcajadas con la solución tan “indignante” que le ofrecen a él sus conciudadanos.

Os invito a que leáis el extracto pero, sobre todo, a que os leáis el libro.

Aquí os lo dejo. Espero que os guste.

UN VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR, de Luis Sepúlveda.

En un muro, a los pies de la hamaca, colgaba un retrato retocado por un artista serrano, y en él se veía a una pareja joven.
El hombre, Antonio José Bolívar Proaño, vestía un traje azul riguroso, camisa blanca, y una corbata listada que sólo existió en la imaginación del retratista.
La mujer, Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo, vestía ropajes que sí existieron y continuaban existiendo en los rincones porfiados de la memoria, en los mismos donde se embosca el tábano de la soledad.
Una mantilla de terciopelo azul confería dignidad a la cabeza sin ocultar del todo la brillante cabellera negra, partida al medio, en un viaje vegetal hacia la espalda. De las orejas pendían zarcillos circulares dorados, y el cuello lo rodeaban varias vueltas de cuentas también doradas.
La parte del pecho presente en el retrato enseñaba una blusa ricamente bordada a la manera otavaleña, y más arriba la mujer sonreía con una boca pequeña y roja.
Se conocieron de niños en San Luis, un poblado serrano aledaño al volcán Imbabura. Tenían trece años cuando los comprometieron, y luego de una fiesta celebrada dos años más tarde, de la que no participaron mayormente, inhibidos ante la idea de estar metidos en una aventura que les quedaba grande, resultó que estaban casados.
El matrimonio de niños vivió los primeros tres años de pareja en casa del padre de la mujer, un viudo, muy viejo, que se comprometió a testar en favor de ellos a cambio de cuidados y de rezos.
Al morir el viejo, rodeaban los diecinueve años y heredaron unos pocos metros de tierra, insuficientes para el sustento de una familia, además de algunos animales caseros que sucumbieron con los gastos del velorio.
Pasaba el tiempo. El hombre cultivaba la propiedad familiar y trabajaba en terrenos de otros propietarios. Vivían con apenas lo imprescindible, y lo único que les sobraba eran los comentarios maledicentes que no lo tocaban a él, pero se ensañaban con Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.
La mujer no se embarazaba. Cada mes recibía con odiosa puntualidad sus sangres, y tras cada período menstrual aumentaba el aislamiento.
—Nació yerma —decían algunas viejas.
—Yo le vi las primeras sangres. En ellas venían guarisapos muertos —aseguraba otra.
—Está muerta por dentro. ¿Para qué sirve una mujer así? —comentaban.
Antonio José Bolívar Proaño intentaba consolarla y viajaban de curandero en curandero probando toda clase de hierbas y ungüentos de la fertilidad.
Todo era en vano. Mes a mes la mujer se escondía en un rincón de la casa para recibir el flujo de la deshonra.
Decidieron abandonar la sierra cuando al hombre le propusieron una solución indignante.
—Puede que seas tú quien falla. Tienes que dejarla sola en las fiestas de San Luis.
Le proponían llevarla a los festejos de junio, obligarla a participar del baile y de la gran borrachera colectiva que ocurriría apenas se marchara el cura. Entonces, todos continuarían bebiendo tirados en el piso de la iglesia, hasta que el aguardiente de caña, el «puro» salido generoso de los trapiches ocasionara una confusión de cuerpos al amparo de la oscuridad.
Antonio José Bolívar Proaño se negó a la posibilidad de ser padre de un hijo de carnaval. Por otra parte, había escuchado acerca de un plan de colonización de la amazonia. El Gobierno prometía grandes extensiones de tierra y ayuda técnica a cambio de poblar territorios disputados al Perú. Tal vez un cambio de clima corregiría la anorma-lidad padecida por uno de los dos.
Poco antes de las festividades de San Luis reunieron las escasas pertenencias, cerraron la casa y emprendieron el viaje.

viernes, 16 de enero de 2015

Laparoscopia (II)

Pues al final lo de la laparoscopia no ha sido moco de pavo, como muchos intentaban hacerme creer.

Ya os conté que apenas tenía dolores en el bajo vientre o en los puntos pero los dolores provocados por el gas han sido no sólo superdesagradables sino que también han tardado mucho más en desparecer de lo que pensaba. La operación fue el 5 de enero y no fue hasta el domingo 9 que, en este sentido, empecé a hacer vida normal.

Bueno, normal normal tampoco, porque aún no me siento 100% como antes, pero la verdad es que ya me siento mejor.

Lo que todavía noto bastante es, sobre todo, el diafragma, que, como ya os conté, se ve afectado por la operación. Todavía siento presión en él cuando me río (a carcajada limpia), me agacho, ando mucho o subo escaleras, pero parece que poco a poco va mejorando también. Espero que se me quite pronto del todo porque como sea algo que me han dañado para siempre, ya lo que me faltaba.

Además, hoy, once días después, los puntos siguen ahí. Cuando me los vio la médica de cabecera, una semana después de la operación, me dijo que estaban muy bien y que desaparecerían pronto. Al parecer, se trata de unos puntos que son reabsorbidos por la piel o, como ella misma me explicó, que son “devorados” por unas enzimas que hay en ella. Lo que no sé aún (y me da pánico pensar en ello) es si mi ombligo volverá a su forma original. ¡Espero que sí!

Lo que sí parece que se curó rápido fue mi útero y todo lo que está relacionado con él. Tan sólo cuatro días después de la operación, es decir, el viernes, dejé de manchar y el domingo ya pudimos volver a tener relaciones. Además, cuando el lunes siguiente fui a la revisión del ginecólogo, que me hizo un Ultraschall, me dijo que estaba todo in Ordnung: ni hemorragias ni fluidos, todo bien. ¡Genial!

¿Ha merecido la pena pasar por quirófano? Pues no lo sé. Si pienso en el periodo de convalecencia y en el tiempo que he estado de baja en el trabajo (siete días en total) supongo que no. Si pienso en que al final el Doctor G. tenía razón y el resultado de la laparoscopia fue que no tenía endometriosis ni las trompas obstruidas, supongo que tampoco. Pero si pienso en que ya no voy a tener dudas ni comerme la cabeza sobre cuál es la causa de mi infertilidad, supongo que sí.

Por ahora supongo, supongo, supongo, pero en unas semanas podré contestar a esta pregunta con toda seguridad.  Tanto en el hospital, como el Doctor G. como algunas otras mujeres que conozco que también han pasado por una laparoscopia me han llenado de esperanza: “Después de una laparoscopia, y debido a que el líquido que se utiliza para saber si las trompas están obstruidas limpia el camino, las posibilidades de quedarse embarazada tras pasar por esta operación aumentan en los dos o tres ciclos siguientes”.

Espero que sea así también en mi caso porque entonces sí podré decir que hacerme la laparoscopia fue la mejor decisión que he tomado en mucho tiempo.

viernes, 9 de enero de 2015

Laparoscopia (I)

Hace una semana tuve la cita en el hospital para informarme sobre la laparoscopia y, al final, más que informarme lo que hicieron fue convencerme de que me la hiciera.

La doctora que me atendió fue encantadora y me explicó con mucha exactitud y, sobre todo, con mucha calma y un tono de voz de lo más relajante todo el proceso. Hizo hincapié en que la laparoscopia era el único método para salir de dudas en cuanto a si mis trompas estaban obstruidas o si tenía endometriosis y, desde que entré allí hasta que me fui, varias horas después, dio por hecho que unos días después iba a pasar por quirófano. En ningún momento me obligó, claro está, pero su determinación y la seguridad que mostró en sí misma y en sus argumentos me conquistaron y, al final, la curiosidad y la necesidad por saber si había algo mal en mi útero, en mis trompas o en mis ovarios acabaron por convencerme.  

Fue una sensación rarísima, de verdad, porque después de hablar con el Doctor G. (el que se apostó conmigo que todo iba a estar bien y que no merecía la pena someterse a esa operación) yo ya no tenía ninguna intención de hacérmela, pero al salir del hospital no tuve ninguna duda de que era lo que tenía que hacer. Rellené varios formularios, hablé con el anestesista y concerté una cita para el lunes 5 de enero, es decir, para hace cuatro días.

Y de nuevo una sensación rarísima porque yo, que siempre he sido una cobardica y que tengo un miedo terrible a todo lo relacionado con los hospitales y el dolor, no pensé en toda la semana en echarme atrás. Es verdad que me entretuve con cosas de la casa para evitar pensar en el tema y que no se lo conté a casi nadie para que no me agobiaran con preguntas, pero me extraña no haber tenido ningún momento de flaqueza ni ningún ataque de pánico en los días que tuve que esperar hasta entrar en el quirófano.

Por fin llegó el lunes y con el lunes llegó la preparación preoperatoria. A las cinco de la mañana sonó el despertador y, medio dormida, me levanté a ponerme el edema que me habían dado en el hospital. No era la primera vez que me tenía que poner uno, así que ése no era el problema, pero sí era la primera vez que la botella no me cabía en la palma de la mano. “Madre mía”, no paraba de pensar, “no voy a ser capaz de meterme todo esto”. Pero lo fui, y aunque pensaba que me iba a morir con los retortijones, al final no fue nada del otro mundo. Esperé un buen rato y el resto ya os lo podéis imaginar.

Poco antes de las siete llegamos al hospital y, aunque yo seguía sin taquicardias ni ataques de pánico, sí acabé echando unas lagrimitas. “¿Y si sale algo mal?”, le decía a mi marido. Y él hacía todo lo posible por tranquilizarme. Y lo hizo. O no. Tal vez el motivo de mi tranquilidad era que yo seguía en modo zombi, sin darme cuenta exactamente de todo lo que estaba pasando a mi alrededor, sin saber en qué meollo estaba a punto de meterme y sin valorar las consecuencias de todo ese asunto.

Y minutos después llegó el momento en que tuve que despedirme de él. Llegó la enfermera y nos pidió, a mí y a otras tres mujeres que también iban a ser operadas, que la siguiéramos. Nos llevó a una habitación, muy fría y con seis camas, y nos pidió que, una por una, fuéramos al cambiador, dejáramos nuestros objetos de valor en una consigna, y nos pusiéramos la típica bata de hospital. No sé si fue casualidad pero según íbamos saliendo del cambiador todas nos metimos en la cama y nos “hicimos las dormidas”.  Ninguna teníamos ganas de hablar, parecía que no nos atrevíamos ni a mirarnos. Yo prefería no saber por qué estaban ellas allí ni quería contarles lo que me iban a hacer a mí. Por eso, cuando salí del cambiador, me metí en la cama, al igual que las demás, me hice un ovillo y cerré los ojos. Me sentía como los niños, que se tapan los ojos y creen que porque ellos no te vean tú tampoco los ves a ellos. Yo cerraba los ojos y quería creer que no estaba allí, que eso no me estaba pasando a mí.

No, no era miedo lo que sentía, sino tristeza. “¿Por qué yo?”, no dejaba de preguntarme en todo momento. Y resignación, para qué engañarnos: “Al final se han salido con la suya todos los médicos que se empeñan en no hacerme más análisis hormonales”. “Con un poco de suerte”, pensé también, “tienen razón y con esta operación verán que mis trompas están un poco obstruidas, con el contraste las abrirán y aumentarán mis posibilidades de quedarme embarazada de forma natural. El mes que viene estaré embarazada, ¡Yuhuuu!”.

Y lo único que deseaba es que me operaran a mí la primera y que todo acabara cuanto antes. Pero no fue así. Para mi desgracia, yo fui la última. A las ocho y media, y después de hacerle rellenar los mismos formularios que yo ya había rellenado la semana anterior, se llevaron a la primera. A las nueve, a la segunda. A las nueve y media, a la tercera. Y yo, aún con los ojos cerrados, pensé: “¡Qué bien, a las diez me toca a mí y a la una estoy en casa!”. Pero nada de eso, no fue hasta casi las doce que vinieron a buscarme.

Metida aún en la cama, que tenía ruedas, me llevaron por unos pasillos hasta el quirófano, donde tuve que levantarme y tumbarme en la mesa de operaciones. Algo en mí quería que abriera bien los ojos y me fijara en si los hospitales “reales” eran como el que salía en una de mis series favoritas, Grey’s Anatomy, pero la niña que hay en mí seguía prefiriendo no ver nada y pensar que todo eso no estaba ocurriendo.

Sólo cuando llegaron los anestesistas, que eran supermajos y no pararon de hacerme bromas para tranquilizarme, abrí los ojos, pero volví a cerrarlos poco después, cuando por fin me hizo efecto la anestesia. Y a partir de ahí ya no me enteré de nada.

Calculo que estuve dormida unos tres cuartos de hora y sólo recuerdo que al despertarme me dolía el abdomen y tenía, eso sí, muchísimo frío. Para mi sorpresa, aun dormida como estaba, todavía sabía hablar alemán y pude decir en todo momento cómo me sentía, así que enseguida me pusieron un analgésico intravenoso con el que se me quitó inmediatamente el dolor y por encima del cuerpo una especie de radiador con el que entré en calor rápidamente.

Me tuvieron un buen rato en la sala de observación y yo sólo quería seguir durmiendo, pero nada, fue imposible. En mi brazo, el tensiómetro (que era peor que la función snooze de mi despertador) me despertaba cada dos por tres para medirme la tensión arterial, y la enfermera, que no paraba de venir a preguntarme cómo me sentía, tampoco me lo ponía fácil. Además, cada poco tiempo iban trayendo a otras mujeres que también tenían que despertarse y con las que la enfermera tampoco paraba de hablar. A una de estas mujeres le habían hecho una cesárea con epidural (parece que tan dormida no debía de estar porque de eso sí que me enteré cuando lo hablaron las enfermeras) y poco después le trajeron a su bebé. Cuando lo vi, no pude hacer otra cosa que echarme a llorar: “¿Cuándo demonios me van a traer a mí a mi bebé?”, pensé.

Después del periodo de observación y de que los anestesistas, de verdad encantadores, se despidieran de mí y me desearan gute Besserung, me llevaron de vuelta a la habitación en la que había estado por la mañana y poco después, por fin, dejaron entrar a mi marido.

Y según lo vi entrar por la puerta, a mí me pareció que era el hombre más maravilloso del mundo y volví a enamorarme de él en ese mismo instante. Su mirada, de alivio al saber que la operación había salido bien, sus caricias y sus besos, casi paternales, me mostraron todo el tiempo que estaba ahí para cualquier cosa que necesitara, para lo bueno y para lo malo, como nos dijeron el día de nuestra boda. Me demostraron, de nuevo, que había elegido bien, que él era el hombre perfecto y que quería pasar el resto de mi vida con él.

También fue él quien me anunció lo que yo de ninguna manera quería saber: “Todo ha ido bien, no tenías nada, ni las trompas obstruidas ni endometriosis”. Y lo dijo contento de que otra vez no hubiera ningún motivo por el que no pudiéramos ser padres, mientras que yo recibía la noticia derrotada, sintiendo que había perdido la apuesta con el Doctor G. y que la búsqueda de una explicación a lo nuestro no había terminado: “¿Y ahora qué?”

Y en ese momento empezó también el suplicio.

Lo peor fue el momento de levantarse de la cama en el que, todavía bajo los efectos de la anestesia, me daba todo vueltas y la presión en un costado y, sobre todo, en el hombro derecho, me provocó el vómito. Por eso tuve que volver a la cama, y aunque no lo había planeado, me quedé dormida de nuevo.

Casi una hora después, segundo intento: Mi marido me acompañó al baño y me ayudó a vestirme. Ya no estaba tan mareada y, aunque el dolor en el costado y en los hombros seguía siendo brutal, conseguí que me dieran el alta y mi marido me llevó a casa. Y, todavía en el coche, justo en la puerta del patio de nuestra casa, la segunda vomitona. ¡Menos mal que no tenía casi nada en el estómago porque si no, menudo desaguisado!

Ya en casa me senté en el sillón más cómodo que tenemos y volví a quedarme dormida delante de la televisión. Y no creo que fuera porque la cabalgata de Reyes que estaba viendo en el canal internacional de TVE fuera tan coñazo (que lo era) sino más bien porque la anestesia todavía seguía haciendo efecto. Y gracias a ella pasé buena noche, dormí del tirón, ya en la cama, y al despertarme, apenas tenía dolores.

De ovarios, porque de lo demás… ¡estoy fatal!

En serio, de los dos agujeros que me hicieron (uno en el ombligo y otro a la altura de donde yo calculo que está el ovario izquierdo) no he notado nada, ni dolores, ni tirones en los puntos, ni nada de nada. Tampoco el dolor de garganta (debido a que estuve intubada durante la operación) ha sido de gran molestia. Pero del gas (dióxido de carbono) con el que me hincharon el cuerpo para poder introducir el instrumental sin dañar ningún órgano lo estoy pasando canutas.

Desde que volví a casa del hospital me siento como si fuera un globo, toda llena de aire, y como si fuera a echar a volar. Es la sensación de gases más horrible que he tenido en mi vida y lo peor es que medicamentos como el Aerored u otros parecidos no ayudan nada porque el gas no se encuentra en el intestino sino que fue introducido en el abdomen y debe de haberse extendido por toda la caja torácica.

Además, al parecer, el gas afecta también al diafragma, y hace que se tenga constantemente esa sensación de que se corta la respiración, por lo que yo me siento todo el tiempo como si me hubieran dado una patada debajo de las costillas o en la boca del estómago y no pudiera respirar.

Ayer estuve en mi médico de cabecera para una primera revisión y que me diera la Krankmeldung y me dijo que todo estaba curándose muy bien y que no me preocupara por los dolores porque se irían en los próximos días. Todavía me cuesta creérmelo pero reconozco que hoy me siento algo mejor que ayer y, por supuesto, muchísimo mejor que el primer día, así que parece que sólo necesito un poco más de paciencia y en pocos días ya estaré bien.

Los puntos no me he atrevido a mirármelos aún porque mi médico me cambió ayer las tiritas que los cubren y casi me da un chungo. Ya no sólo por el asco que me dan los puntos en sí sino porque además me pareció ver que me habían cosido del todo el ombligo y ahora tengo un miedo aterrador a que sea así. ¡Con el ombligo tan bonito que he tenido yo siempre! Pero bueno, voy a intentar no adelantar acontecimientos y a ver si la semana que viene, que voy a otra revisión, me quitan los puntos y mi ombligo vuelve a ser el que era. ¡Así lo espero!

En lo que al aspecto psicológico se refiere no puedo decir muy bien cómo me siento porque mis pensamientos van de un extremo al otro a toda velocidad.

En el hospital me dijeron que, después de una laparoscopia, las posibilidades de quedarse embarazada de modo natural aumentaban en gran medida y que por eso nos recomendaba encarecidamente empezar a tener relaciones en cuanto dejara de manchar (sí, desde la laparoscopia tengo un ligero sangrado, pero nada del otro mundo). Así que después de escuchar eso, una parte de mí está siendo superoptimista y está deseando que llegue el momento de sacar del cajón los tests de ovulación (si es que no han caducado todavía) y de ponernos manos a la obra ya.

Sin embargo, otra parte de mí sabe que no es la primera vez que los médicos (y no sólo ellos) me hablan de esos métodos tan supereficaces que funcionan en toda mujer pero que en mí llevan ya más de dos años sin funcionar, y saber que la causa de mi infertilidad no es la endometriosis o una obstrucción de trompas me ha dejado bastante tocada y sin saber qué hacer a continuación.

¿Qué es lo siguiente que debo hacer mirar? ¿Dónde debo seguir buscando la causa de mi infertilidad?

El día 15 de este mes vuelvo al KiWuZe y les daré el informe del hospital. A ver si se les ocurre a ellos algo más, aunque yo cada vez estoy más convencida de que ellos son los primeros que no quieren dar con la causa porque así acabaría haciéndome una FIV y ellos se llevarían una pasta.

Y aunque me pese, parece que así será, que el momento de ir pensando en la FIV se acerca cada vez más y que ya no habrá vuelta atrás. Pero este mes, sí, lo intentaremos de forma natural y a golpe de test de ovulación.

¡Deseadme suerte una vez más, por favor!